EL DIA SIGUIENTE DE LAS ELECCIONES... DE 1952
(Síntesis del Capítulo "La Jornada Post-Electoral y la Rebelión que se frustró" del Libro SIN RECONOCIMIENTO OFICIAL de Francisco Estrada Correa)
El domingo 6 de julio de 1952 se llevaron a cabo, en todo el país, las elecciones para elegir al sucesor de Miguel Alemán y a los ciudadanos que debían formar el Poder Legislativo de la nación.
Por la tarde, los reportes de los primeros resultados, avizoraban el triunfo de Miguel Henríquez Guzmán pero también las maniobras fraudulentas de los partidarios de Adolfo Ruiz Cortines.
La mañana del día 7, mientras todos los periódicos amanecieron anunciando el triunfo del priísta, se publicó una inserción pagada de media plana con la invitación de la Federación de Partidos del Pueblo a la "Fiesta de la Victoria" en la Alameda de la Ciudad de México... Y la respuesta no se hizo esperar.
La fiesta de los henriquistas fue interrumpida por cientos de policías y agentes, de tal suerte que lo que pretendía ser una manifestación de júbilo acabó en una balacera que empezó poco después de las seis de la tarde, se extendió por varios rumbos de la ciudad y se prolongó hasta bien entrada la madrugada.
La Alameda y el Palacio de las Bellas Artes, en pleno corazón del D. F., prácticamente desaparecieron durante varias horas, en medio del humo de bombas y gases lacrimógenos.
Nadie sabrá con seguridad cuántos ciudadanos, hombres y mujeres, murieron asesinados aquella noche. Los henriquistas calculaban sus bajas en más de doscientas personas, todas ellas documentadas. La prensa de entonces hablaría en principio de solo siete muertos, acabó reconociendo únicamente uno, y no faltó algún medio que llegó a decir que no tenía noticia de ningún fallecimiento.
Carlos Monsiváis, al asegurar que la matanza del 7 de julio es "uno de los hechos menos documentados y más oscurecidos de nuestra historia reciente", cita la cifra de 500 muertos y sostiene que tan sólo por la amplitud represiva -ese día se dispararon, de acuerdo con los reportes, mas de 300 granadas de gases lacrimógenos y había comisionados cerca de 100 agentes secretos, además de los granaderos, la policía montada y los elementos del Ejército- es más factible dicho dato que el reconocido oficialmente (Siempre!, 11 de octubre de 1972).
Se han tejido múltiples versiones acerca de lo que verdaderamente sucedió aquél día. Por parte del gobierno se difundió la versión del supuesto acuerdo entre Henríquez y Cárdenas, para alzarse en armas. Se llegó a decir que la jefatura del movimiento la iban a tomar los comunistas, confabulados con algunos henriquistas; que se estaba preparando una intensa campaña subversiva, la cual iba a culminar con la instalación de un Congreso “paralelo”, con los presuntos diputados henriquistas, en una finca de la familia Cárdenas en Apatzingán, y que ahí se iba a declarar presidente al candidato de la Federación (Excélsior, 26 de julio de 1952).
Incluso Roberto Blanco Moheno asegura que él lo comprobó cuando estuvo con el ex presidente en el Tepalcatepec, en esos mismos días, y un ayudante de don Lázaro, Roberto Reyes Pérez, le confesó: “Dentro de unas semanas estaremos en la sierra”. Y le aseguró “varias veces” que el propio don Lázaro encabezaría la revuelta. También afirma Blanco Moheno que cuando le preguntó esto mismo al “Tata”, directamente, que si iba él a adoptar una actitud beligerante contra el gobierno, la respuesta de éste fue: “Lo único que sabemos decirle es que lo peor que a un hombre puede sucederle es morir en su cama”.
La verdad es que ese día, 7 de julio, en su casa de Atoyac, junto con los informes de la represión en contra del henriquismo, escuchó don Miguel el apremio de sus partidarios militares para dar inicio a la revuelta, esperando que ésta tuviera eco en todo el país y que una vez iniciada, el Ejército, en su mayoría, acabaría por apoyar. También es cierto que grupos supuestamente de henriquistas bien armados llegaron hasta el Zócalo y tomaron por asalto la Catedral, y que desde sus torres estuvieron resistiendo por horas y haciendo disparos contra el Palacio Nacional. E igualmente cierto es que varios núcleos de estudiantes comunistas irrumpieron en la manifestación de la Alameda, en lo más duro de la balacera, azuzando a la multitud al grito de “¡A Palacio! ¡A Palacio!”, mientras el general Ríos Zertuche pretendía lo mismo, apurando por radio al general para que le diera la luz verde.
Pero ese era el plan que tenían los cardenistas. Y es una mentira que el general estuviera de acuerdo con ningún levantamiento popular, sino que antes bien, como veremos a continuación, él mismo lo abortó.
Porque sí se llegó a hablar ese día, con todo detalle, en la casa de don Miguel, de la forma como se usaría como base el cuartel de Guardias Presidenciales para desarmar y neutralizar a las policías, y de cómo un grupo de aviadores intentarían hacerse al aire para bombardear los centros vitales del país. También se habló acerca de lo que debía hacerse con el presidente de la República y con el candidato del PRI, a quienes unos proponían darles libre acceso al aeropuerto, para que huyeran, y hasta hubo quien propuso secuestrarlos, para luego asesinarlos; todo lo cual lo coronaría una declaración pública del ex presidente Cárdenas, en apoyo de los insurrectos, que sería la puntilla contra el gobierno.
Lo único que le pedían sus lugartenientes a Henríquez era libertad para actuar y que se retirara a un lugar seguro, fuera de la ciudad, para tomar ellos el control. Estaban en ese momento con don Miguel en su residencia la plana mayor del cardenismo. Múgica, Alamillo Flores, Roberto Cruz, García Barragán, César Martino, Labra, Celestino Gazca y Estrada Cajigal, entre otros, apurando el levantamiento armado. Muchos se molestaron. Pero el general rechazó con energía todos los planes, cualquier insinuación de levantamiento armado y, domando sus sentimientos, entre de dolor y de indignación, al conocer la amplitud represiva con que ese día se estuvo castigando a sus partidarios, reafirmó su decisión de agotar la vía legal, incluso arrostrando el descontento y la defección, que ahí empezaron, de muchos de sus seguidores, y lo que es más, el riesgo de ser tratado en el futuro como un cobarde, como muchas veces se intentó, solo porque no quería derramamiento de sangre alguno ni quería, tampoco, que ese fuera el precio de su triunfo.
Existe la leyenda de que ese día Henríquez se quedó esperando las órdenes de Cárdenas. Según Muñoz Cota, éste le envió un recado con su suegro, con don Cándido Solórzano, pidiéndole esperar, y que por eso no se levantaron. Los cardenistas decían que fue al revés, que ellos y el ex presidente se quedaron esperando las órdenes de Henríquez.
Después de mucho insistirle, don Jorge accedió a darme su versión. Me dijo que Muñoz Cota confundía los tiempos. Que lo del recado de don Cándido había sido con motivo de las elecciones en Nayarit. Que eso fue en noviembre de 1951, y que entonces si había habido un plan de movilización militar. “No era precisamente un alzamiento -me aclaró-. García Barragán contaba con 700 oficiales fieles, de lo mejor, listos para tomar sin sangre el palacio de gobierno y la comandancia de policía. Iba a ser pura presión: o garantizaban la legalidad de los comicios locales, o tomábamos el control. Teníamos todo listo. Entonces recibimos las indicaciones del general Cárdenas. Nos pedía esperar a la elección nacional, se comprometió ese día a impedir el fraude general y llegar hasta donde fuera preciso con tal de que se respetara la voluntad popular... y nosotros hicimos lo que nos dijo”.
Ese fue pues, el único plan militar del henriquismo, y se frustró porque tanto don Jorge como don Miguel seguían considerando a Cárdenas como el “jefe”. Así me lo explicó don Jorge, y también que el día de los comicios federales Cárdenas se encontraba oculto en algún lugar de la sierra michoacana, que no tenían ningún contacto con él, y que fueron ellos, el general y don Jorge, después de analizar cuidadosamente la situación, los que tomaron, solos, la decisión de no ir al movimiento militar ese 7 de julio.
Hay otro testimonio interesante al respecto, además incontrovertible, que pinta claramente lo que entonces sucedió. Es de Janitzio Múgica, quien recuerda que su padre, el general don Francisco J., era de los que más querían “a la fuerza, imponer lo que suponen la victoria de las elecciones”. “Sin embargo –esto lo contó en una conferencia en Jiquilpan, en 1984-, entre quienes no entran en esa mayoría con la misma resolución, al menos está el propio candidato a la presidencia... Nada se hubiera ganado con lanzarse a una aventura si no hubiera habido la decisión de quien durante la campaña política, con derechos, con méritos o sin méritos, es en realidad el abanderado de esa lucha. Y ese abanderado nunca da la señal...” (Excélsior, 30 de enero de 1996).
Porque si algo no se ha dicho y se ha tenido el cuidado de ocultar, es que la noche de ese día el general Henríquez, alertado de la presencia de agitadores y agentes provocadores en las calles, salió de su casa para defender y controlar a sus partidarios. Sólo, rodeado de sus ayudantes, todos desarmados, llegó hasta las oficinas de la Federación, en plena refriega, y ahí les habló a sus seguidores, tratando de clamar los ánimos.
¿Qué hacían los líderes del Partido Popular y del Comunista en el mitin? ¿Qué hacía Helio Mendoza, líder de los estudiantes comunistas del Politécnico, por ejemplo? ¿Qué hacían ahí también, los conocidos izquierdistas Teodoro Morales, Jorge Reyes Coccidi y Juan Correa Vázquez, si eran gente de Lombardo? ¿Quién había mandado imprimir el pasquín titulado “El Libertador”, usando el nombre de la Federación para llamar a la violencia? Por supuesto que nada de eso era casual. La consigna estaba dada, y venía de afuera, como comprobaremos mas adelante.
Pero además había otra consigna, la de las fuerzas leales a Alemán, que sólo esperaban la primera señal de violencia para desatar la represión y aplastar el movimiento, empezando por todas sus cabezas. Esto es rigurosamente cierto, el Ejército se encontraba dividido ciertamente, pero la parte que controlaba el presidente y sus adictos tenía la consigna de asesinar a todos los jefes del henriquismo, empezando por el general, y sofocar a como diera lugar al pueblo. En ese instante se percató don Miguel de la enorme traición en que se le quería involucrar, usando a sus partidarios para bañar de sangre al país. Y se decidió a hacerle frente, y frenar él mismo la asonada.
Las oficinas de Donato Guerra 26 estaban sitiadas por militares, así que el automóvil donde viajaba el general fue detenido por los soldados, que de inmediato cortaron cartucho empuñando sus armas. Al primero que encañonaron fue a Henríquez, y él, dirigiéndose a los oficiales que tenían el mando de la tropa, simplemente exclamó: “¡Yo soy el general Henríquez! ¡Si quieren disparar, háganlo!”. Los oficiales, entonces, ordenaron que todos bajaran sus armas, y además le dijeron: “¡También nosotros estamos con usted! ¡Usted ordene!”. Y le franquearon el paso. Pidiendo calma, paciencia, así cruzó don Miguel la línea de soldados. La tropa lo saludó con respeto; muchos, incluso, se le cuadraban. Rodeado de tanques y carros blindados, escuchó los informes de la gente, sus quejas, sus demandas. “¡Armas!, ¡Parque!” reclamaban, y empezaron a corear “La Valentina” y “La Cucaracha”. Recorrió las calles y habló con los grupos. Y a todos les recomendó serenidad, calma, que regresaran de inmediato a sus domicilios, para evitar los abusos policíacos.
Porque hay que decir en esta parte, también, que las fuerzas militares emplazadas en el Paseo de la Reforma y en la Alameda no intervinieron en la matanza, fueron las diversas policías, la Federal de Seguridad, la Judicial; y muy por el contrario hasta hubo un momento, y a varios les consta, cuando la gente se había replegado en la calle de Donato Guerra, cerca de las oficinas de la Federación, en que la Brigada Motomecanizada al mando del general Federico Amaya volvió los tanques y las ametralladoras contra las fuerzas policíacas que hostilizaban a los henriquistas, y estuvo a punto de haber una confrontación de proporciones incalculables.
Así que no fue el Ejército ni la policía, fue Henríquez Guzmán el que evitó la violencia aquella noche del 7 de julio de 1952.
“No, el 7 de julio para nada se fraguaba ninguna revuelta –me reiteró don Jorge-. Los focos de violencia fueron cosa del general Ríos Zertuche. Lo del Zócalo fue cosa suya. El fue el que lo hizo, por su cuenta, contra la opinión de Miguel, que se opuso contundentemente. Rechazó incluso el ofrecimiento del jefe de las Guardias Presidenciales, lo devolvió a su cuartel, y aplacó a Ríos Zertuche. Hasta el comandante militar incluso, habló con Miguel, y le dijo que tenía una hora para hacer lo que quisiera. Pero el general Henríquez no cedió en ningún momento, simplemente se rehusó a la violencia. No quería ningún derramamiento de sangre. Por eso no nos alzamos, y por eso, juntos anduvimos recorriendo el Zócalo y las zonas de la matanza, calmando a la gente”.
La mañana del día 8, los periódicos reseñarían los acontecimientos de manera amañada y mentirosa. Y así, la manifestación pacífica se convirtió en motín de sublevados, sólo para justificar lo injustificable. “Graves actos de violencia y escándalo cometieron elementos del henriquismo”, proclamaba la cabeza de El Universal. “Los henriquistas mancharon con sangre la justa cívica del domingo”, decía la de Novedades. “Se frustró un ‘Bogotazo’” encabezó El Gráfico, recordando la revuelta popular que cuatro años atrás había ocurrido en tierras colombianas y que había culminado con la capitulación del gobierno. “Una típica maniobra de agitación roja fue la de ayer”, aseguraba Zócalo, y dejaba entrever apenas algo de lo que había pasado en realidad:
“Un plan cuidadosamente preparado por los expertos agitadores del comunismo internacional entreverados en las filas propicias del henriquismo para crear situaciones de anormalidad y desorden en nuestro país, fue puesto en práctica ayer, so pretexto de una reunión jubilosa del henriquismo para celebrar el triunfo de su candidato... Los dirigentes comunistas, mezclados entre la gente allí reunida, provocaron a la policía haciendo uso de armas de fuego... Todo el primer cuadro sirvió de escenario al motín cuidadosamente preparado por los agitadores profesionales que han usado al henriquismo como caballito de Troya para perturbar el orden” (Zócalo, 8 de julio de 1952).
El Departamento del Distrito Federal rebeló además que “células comunistas” habían estado trabajando desde varios días atrás, pretendiendo crear un ambiente de caos y desconfianza contra el gobierno, procurando incluso la suspensión de labores en rastros y panaderías “para exacerbar los ánimos de la gente y crear un ambiente de inquietud” ideal para un levantamiento (El Universal Gráfico, 8 de julio de 1952).
Y también se supo que entre los manifestantes estaban infiltrados unos doscientos universitarios y politécnicos, adheridos unos al Partido Popular y otros al Partido Comunista, y que ellos habían sido los que habían estado incitando a la violencia, y provocando los disturbios (Ultimas Noticias de Excélsior, 8 de julio; y Excélsior, 9 de julio de 1952).
Había mucho de verdad en todo eso; pero nada tenía que ver con el henriquismo. Y en cambio, nadie habló de la madre y su hijo asesinados, atravesados los dos por la punta de una bayoneta.
Nadie dijo nada del anciano que cayó gritando “¡Viva la democracia!” frente al Hotel del Prado. Ni de la plaza de la Constitución negreando de cadáveres. Ni de que los henriquistas no llevaban arma alguna, y que se defendían como podían de la bestial arremetida de los sables y las macanas de la caballería.
Entonces los cardenistas fraguaron un nuevo plan, que en principio Henríquez autorizó. Se trataba de hacer la defensa jurídica de las elecciones y mostrar la fuerza popular. Concretamente, le proponían que se declarara “Día de la Jornada de la Libertad” el 15 de agosto, la fecha del inicio del cómputo final, y celebrar manifestaciones populares pacíficas en defensa del voto en todos los distritos electorales del país, a partir de ese día y hasta el 25 de agosto, que era cuando se cerraban los cómputos.
En las instrucciones para la operación de dicha estrategia –que se envió, mediante circular, a todos los comités henriquistas-, se advertía que si bien ésta estaba perfectamente amparada por la garantía que ofrecía el artículo 9º Constitucional, y que “por lo mismo, no es necesario pedir autorización para celebrarla”, “para evitar cualquier mala interpretación deberá solicitarse oportunamente y por escrito a las autoridades municipales, de acuerdo con los Reglamentos de Policía de cada localidad, el permiso correspondiente para celebrar la reunión”.
Agregándose a continuación que, como resultado de esas reuniones, “se elevará –en todos los poblados de todos los distritos- una protesta telegráfica que se hará llegar a la secretaría de Gobernación... que demostrará que nuestra causa (que es la causa del Pueblo) está viva en todos los ciudadanos que forman la inmensa mayoría de la nación” (El Heraldo del Pueblo, 15 de agosto de 1952).
Ese era el plan aparente. Incluso se publicó en parte en El Heraldo del Pueblo. Pero como Henríquez se percató una vez más de que sólo iba a dar pretexto para que se desatara la escalada de los comunistas, y que estos pretendían aprovechar cualquier paso que diera la Federación para precipitar su movimiento, finalmente ni eso autorizó que se realizara. Ordenó que se diera marcha atrás y a partir de ese momento lo frenó todo.
Su decisión es poco comprendida, pero es muy firme. Henríquez no estaba dispuesto a avalar en modo alguno, la consumación de la burla al pueblo. Pero tampoco a tomar las armas y lanzarse al monte en plan de rebelión. Quería hacer de la Federación, simple y sencillamente, un auténtico partido. Y no le importó que a eso le llamaran “necedad” y falta de “sentido práctico”:
Ni siquiera lo persuade la advertencia que le manda el jefe de la policía con Martínez Tornel, a quien el general Leandro Sánchez Salazar trata de intimidar diciéndole que va a hacer responsable a los henriquistas de todos los desmanes que se den, y le “confiesa” sus “temores” de que “los miembros del partido del gobierno están resueltos a consumar otro Huitzilac”, es decir un asesinato de todo el equipo oposicionista y de su candidato, como aquél en el que pereció Francisco Serrano, y que según él sería materialmente inevitable si los henriquistas, “por la buena, pacíficamente, no reconocen el triunfo de Ruiz Cortines”.
A pesar de eso, a diferencia de Vasconcelos, de Padilla y de Almazán, Henríquez no pensó jamás en buscar refugio en el exterior. Y no lo hizo así por dos razones. La primera, porque no tenía planeado, como sí lo planearon ellos, ningún movimiento subversivo. Y segundo, porque él quería arrostrar aquí, junto con su partido y con sus partidarios, todas las consecuencias de su lucha.
Profundo conocedor de nuestra historia, y aun concediendo que el único camino que se les estaba dejando a los opositores era el de la fuerza, él sabía bien que con el apoyo de los Estados Unidos y con el del Ejército el gobierno, cualquier intento era una aventura, un suicidio. O peor, un crimen, por la mucha sangre inocente que iba a perderse.
En todo caso, no era su ideal erigir su gobierno sobre el sacrificio de sus partidarios; y menos lanzar a éstos a una aventura sin futuro. Miente por eso, quien diga que asumida por él la imposibilidad del reconocimiento legal de su triunfo, abrigó la idea obsesiva de levantarse en armas.
Su lucha siempre había sido por la democracia. Y él sabía que eso tenía un precio.
Por eso rechazó, una y otra vez, las insinuaciones que se le hicieron para apartarse de la ley, cuando casi todos lo empujaban a la rebelión. Y por eso evitó siempre que pudo, poner en conflicto al pueblo con la autoridad.
ENVIADO POR EL DR. SILIUS Z.